miércoles, febrero 09, 2005

La muerte de Primo

Ahí estaba Primo Féliz, acostado como un soldadito de plomo recién comprado, todavía en su caja etiquetada, adornada por la ausencia del nombre de la tienda, para no matar la ilusión. El nuevo modelo trae las mismas cejas de Plaza Sésamo, como coronas de flores sobre la puerta de sus ojos, que cuando miran explican el significado de la palabra complicidad.

Sus comentarios siempre salieron de una carcajada atropellada que en su más alto volumen solía convertirse en un corredor de obstáculos que tropezaba con la valla para dar pasos violentos e imprecisos sin caerse, como una radio con la voz entrecortada por la señal insuficiente, para después rodar como una bola de boliche que llegaba lentamente a los pines y alternaba vueltas rápidas (por la fuerza de gravedad) con súbita cámara lenta. Entonces, firmaba cada diálogo con una risa que explotaba como el rebote de una pelotita de goma en la sala de la casa.

Medía pocos pies de estatura, pero su delgadez y carácter de madera le daban en sus momentos feroces un aire napoleónico, y un machete, que cautivó a más de una princesa compueblana.

Nadie conoció los vicios del soldado que hoy roncaba como todos los días, guardado todavía como nuevo, con sus cabellitos grises bien pegados al cuerpo, superando todas las ediciones anteriores. Cuando cerraba la boca, alcanzaba expresiones de Robert Redford, pero más hacia el oeste.

Nadie quiere usarlo por primera vez, porque saben que ha vivido todos los días varias veces y ya hasta ha tenido que repetir la mayoría, convenciéndose a sí mismo de que no se aburre. Ha intentado distraerse inventándose títulos de propiedad falsos, creando nombres nuevos a las caras de la gente, poniendo su casa de Peralta en Santo Domingo, la de Santo Domingo en Azua, y a mí me ha cogido la cara como una bola de masilla y se ha inventado a Nacho, el hermano voluntario de la familia. Disfrazó a Danny de quien le dio la gana y armó un carnaval con todos sus hijos en el patio de los sueños de cualquiera.

El soldado, que abandonó los caballos, las peleas y los gallos sin remordimiento, se ha quedado durmiendo como todos los días, después de las nueve de la mañana. Esta vez se ha pasado unos minutos, pero no hemos querido despertarlo.

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