jueves, mayo 19, 2005

Contagio

Freddie salió del trabajo y se metió en un monstruoso nudo de metal en plena calle, que cada vez que apretaba, chorreaba gasolina, se levantaba una cortina transparente de calor y la ciudad era la misma cosa que un continente prendido en llamas. Se muere por una cama, por cerveza casi congelada.

Pero al llegar a casa, su madre, llora desconsolada en el piso y gorjea con los labios empapados de líquido de ojos y lágrimas de su nariz. Se tira frente a ella y le pregunta infructosamente, hasta que llega Doña Ina, la vecina histérica que tiende a agrandar todo lo que toca, ve a Doña Gara ahogándose entre sollozos y a Freddie conmovido, por lo que sus ojos de inmediato transforman la escena en la Matanza de Jaragua y mira dos caciques heridos sin esperanza, se une a ellos y empieza a llorar, con mucho mayor volumen y horror en el rostro. Freddie, entre tanto dolor, deja caer un suspiro que se agarra de las comisuras de sus ojos y hala kilos de llanto y la sala de la casa se ha convertido en un salón de culto a los reptiles, porque a medida que crecían los abrazos, las lágrimas endurecían, se iban enrollando sin darse cuenta por los pies, brazos y torso, formando un nudo de heridas invisibles.

Un gato entró a la casa y chocó con un grito de Doña Ina que puso a temblar los cristales; trató de correr, pero ya era tarde. Sus patas resbalaban sobre la pena de los demás, cayendo despatillado sin remedio. Empezó a llorar pidiendo auxilio, entre tanto sentimentalismo, se escuchaba todo como un arreglo musical.

La dueña del gato fue a buscarlo y se encontró en la puerta a Doña Nancy, pero antes de que terminara el saludo, estaban confundidas en una avalancha de lamentos. Llegó gente que preguntaba, pero no insistían porque rápidamente caían a la enredadera y de todas formas, casi nadie podía construir una palabra.

Un líder se levantó entre la multitud aglomerada en el frente de la casa, tomó la decisión:

- ¡Hay que hacer el velorio!

Pronto, llega un carro fúnebre al frente de la casa y un numeroso público murmura, como es normal en los entierros. Muchos se unen para levantar la enredadera y la ponen sobre la cama de un camión, donde continúa su dolor líquido.

Preparan todo y se van en procesión hacia el cementerio, con decenas de carros siguiendo en caravana, a la misma velocidad de los que van a pie, mirando con lástima al manglar de personas deshidratadas, y el ataúd relegado a segundo plano.

Sin embargo, el vecindario transitaba en silencio. Apenas se escuchaban los motores de los vehículos, y las vueltas de las gomas del carro fúnebre rasgaban el alma de la gente. Cualquier secreto retumbaba y se gastaba lentamente pasando por las distintas texturas de ropa, hasta que se metía en algún carro y explotaba como un eco en forma de fuego artificial.

Pronto empezaron a percatarse del silencio, pero nadie encontraba la razón, hasta que Doña Adile preguntó con su habitual descaro que quién era el muerto, para ella saber lo que iba a gritar qué tan bueno había sido el nuevo difunto. Todos se detuvieron para ver cuál sería la reacción de los familiares, pero nadie protestó, y el rumor de que no había nadie dentro del ataúd fue tomando fuerza, desde la cola de la procesión hasta dos kilómetros más adelante, donde iba el carro fúnebre.

Pero la actitud de la masa se complicaba con los minutos. Alguien echó a rodar el rumor de que había que ejecutar el entierro, porque si no, una maldición. Los de diferente fe se aglomeraron detrás del vehículo, y los escépticos siguieron la corriente “por si acaso”.

Llegó el enterrador y las personas más cercanas a la tumba necesitaron un cuerpo, para meter el ataúd y llorar con razón. Los dos bandos coincidían en que enterrar el ataúd vacío era profanar la caminata y violar un capítulo de la vida. Había que hacerlo.

Van Trooy llegó hasta donde estaba enredado el rostro de Doña Gara, quien lo atendió con la voz agotada por tanto llanto, y con timbre de feedback, dijo:

- Es que no pude aguantar la emoción de una noticia tan buena. Ya tengo dinero para operarme.

Los dos grupos de seguidores se sintieron decepcionados al saber la noticia, pero habían caminado demasiado, como para irse a casa sin cumplir su cometido. Alguien debía morir. Sólo había que impedir que el dinero llegara a manos de Doña Gara, para que ésta no pudiera operarse y muriera en el descuido.

Por eso, salieron todos corriendo hacia la casa a esperar al correo, pero en el camino, muchos murieron de cansancio, otros llegaron y murieron del aburrimiento esperando. El cartero nunca llegó, porque se robó el dinero y murió a manos de un asaltante que murió en manos de la policía. Doña Gara no recibió el dinero, fueron cayendo uno a uno, como fichas de dominó.

Quedaba poquísima gente, el calor era un rayo ultravioleta y la mujer de mayonesa caminaba con la vista multiplicada. Había empezado a extrañarse a sí misma.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mierda, demasiado largo estoy muy vago como para ponerme a leer todo eso. Cortalo y me avisas :P

El GRAN PITUFOXS

Anónimo dijo...

Como siempre, tan desagradable.