miércoles, julio 06, 2005

Dormilón

(Pensamientos de un enano de Blanca Nieves).

Todavía la sábana azul marino conserva su perfume. Para no ensuciarla con huellas digitales, rastreo un recuerdo con la nariz. Admito que me avergüenza saber que ese ha sido el momento más intenso de mi “corta” vida. Se repite como un botón de retroceso intermitente y eterno.

Mis manos son la historia que me cuenta ese episodio a diario. Quién lo diría, Blanca Nieves. Contigo descubrí que el miedo y los dolores de cabeza pueden ser cortos caminos a la felicidad.

Llegó con una sonrisa psicodélica y un paso extraño. Su voz, somnolienta y complaciente, el vestido rosado de los filos adheridos a ese cuerpo perfecto. Y la lamparita amarilla se rehusó a apagarse. Yo feliz, para ver con cierta claridad, como los paparazzi de la pecera.

• ¿Te duele mucho? -pregunté casi como un hermano-
• Muchísimo, no aguanto.
• Pues tómate esta aspirina y acuéstate.
• Pero duerme aquí hoy. Tengo miedo.
• …ok… pero échate a un lado.

Nunca quería dormir ni siquiera en la misma habitación conmigo, pero gracias al vino celestial que se dividió en tres botellas directas a su hígado, no le importó otra cosa que no fuera quitarse los zapatos.

Cuando se durmió, esperé unos minutos y rodé discretamente hasta que mi nariz quedó envuelta en su pelo, rozando a menudo con un poco de sudor que tenía en el cuello y que olía muy rico. No sé si ella me había pegado la manía de oler las cosas y la gente.

Me pegué hasta sentir cómo el arco de su espalda y la redondez de sus nalgas definían la frontera entre los cuerpos. En el pantalón de mi pijama, sentía cada filo de su vestido.

Pero no me conformaba. Me pegaba más y más, hasta la empujé un poco.

Ella empezó a roncar, dejando todo a mi imaginación.

Sutilmente, puse la mano en su cintura y sin despegarla la rodé hasta encima de su ombligo. Me gustaba pensar que mientras acariciaba su camisa, a la vez la tela la acariciaba a ella, no sé.

Ella seguía roncando. Subí lentamente las manos y sentí cómo se deformaba el camino llegando a su pecho. Sentí dos vejigas llenas de agua y cubiertas de piel dulce. Las agarré, las acariciaba, las apretaba y pasé mis dedos como rodillos sobre sus pezones, que estuvieron la mayor parte del tiempo erguidos.

Mi mejilla descansaba en su cuello y comencé a lamer el sudor que tenía de los hombros a la oreja, con un sabor agridulce.

Y ya que estábamos en ese punto, no me quedó otra que moverme como quien lo mete desde atrás, golpeando con cierta fortaleza todo su trasero. Para colmo divino, ella había dejado una de sus manos tiradas detrás de su espalda, la cual me puse aquí, donde tengo la mía ahora.

Después vi que soltaba una babita brillante y transparente por un lado de su boca. Me la unté en el índice (no se me olvida) y chupé.

Justo cuando empezaba a lamerle los labios, se despertó, hizo un gesto de “déjenme dormir” y rebuznó.

Al otro día, no se explicaba qué era esa sustancia blancuzca que había endurecido su vestido, como aquella que no conocía la leche. Seguro que se la bebía a cántaros con el blanco ese de los pelos en la barbilla. Pero ese día le gustó el papel de ignorante.

Mírala. Quien la ve en esa foto, con el pecado tatuado sobre sus ajustados jeans, la saca de los cuentos de hadas y le da una suite en la mejor revista porno. Pero me quedo con el vestido de los filos, del cual aún guardo un hilito que cayó en mi sábana. La del perfume.




2001.
Del proyecto "Un Mundo Barroco y Decadente de Blanca Nieve".
Un beso a la Sonic.

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