jueves, octubre 27, 2005

Razón para tocar puerta

Cuando se escucha un crujir de huesos, es porque él está ahí. Empecé a dar pasos de baile para ver si por el movimiento se cerraba la llave y de repente, sonó otra vez un “¡clack!”, ahora acompañado de un bostezo, por lo cual supe que era su mandíbula.

En medio de la fatal desesperación física, tuve escasos segundos de alegría, porque los hombres, cuando satisfacemos necesidades como éstas, somos culpables de ciertas conductas recurrentes: bostezo, nos acariciamos el pecho, presionamos la palanca con la uña del dedo mayor, subimos el zipper, abotonamos y cerramos la hebilla de la correa. Luego, nos miramos en close up contra el espejo hasta el último detalle, porque no sabemos cuándo será la próxima vez que nos topemos con otro.

Por eso, después de los huesos de su mandíbula, empiezo a imaginarme qué estaría haciendo yo en ese instante, si estuviera del otro lado de la puerta. Lo hago para distraer la mente sin mucho éxito y cada vez mis piernas se parecen más a las alas de una mariposa, que rápidamente se convierte en una violentísima mariposa, aleteando fuertemente, escuchándose el sonido de los jeans con el viento, soltando aire por la nariz, como si estuviera sacando agua del Titanic en medio del pánico.

De repente, suena la manija del lavamanos y ahí me calmo un poco sin darme cuenta, aunque rápidamente empieza el caos.

No voy a tocar la puerta, porque cuando estoy ahí adentro, lo que más odio es precisamente eso. Ese espacio, a pesar de ser público, es lo más privado que tenemos y nadie tiene derecho a molestarnos. Ni siquiera a los presos se les niega esa intimidad; la regla consiste en que nadie los perturbará y ellos no harán ningún plan de escape en el tiempo dedicado a estas acciones. El acuerdo se desarrolla por instinto, naturaleza animal y sucede lo mismo: a nadie se le ocurre molestar.

Sin embargo, el hombre no sale y yo he hablado hasta de las cárceles, la privacidad y los derechos humanos. Parece que se está lavando la cara y ya he empezado a soltar el aire a presión por la nariz y la boca; el sonido es idéntico al del metro de Barcelona, mientras mis manos casi no aguantan las ganas de agarrar el zipper con toda su fuerza. Mi cerebro manda órdenes constantemente de no abrir fuego, pero cada segundo que pasa, va perdiendo autoridad.

El tipo, con toda su calma, agarra una hoja de papel sanitario, se limpia la garganta, seca su cara y empieza a silbar parsimoniosamente.

Ya mi baile se ha convertido en marcha y yo hago la banda sonora con un instrumental inédito de mi única responsabilidad. Ha pasado gente por el pasillo y me ha visto como un símbolo de la desesperación total, como un argentino de principios de siglo XXI, como un trapecista que trabaja con sus dos pies sobre la tierra.

De repente, uno de mis compañeros de trabajo se detiene y empieza a contarme por qué cree que lo van a despedir y que si es por él, se fuera, lo que pasa es que… y cosas así, que no alcancé a escuchar, porque mi prioridad era que esa puerta se abriera para entrar como la luz a ese oasis de concreto y porcelana.

Pero mi compañero se esmeraba en dar detalles y pronto llegó a su vida íntima, a que su familia lo tenía harto y que su padre era un irresponsable y que se había atrevido a decir que su santa madre era una hija de puta y quién sabe cuántas cosas más a las que yo no hacía caso, hasta que el tipo empieza a hablar con cortos terremotos violentos en la garganta y sus ojos se humedecen, se aguan y a llorar se ha dicho.

- Discúlpame si te estoy cansando con esta historia de mierda, yo sé que es molesto.
- No, no, de ninguna manera, yo estoy aquí para escucharte.
- Me da la impresión de que no quieres oírme y que no me has puesto atención.
- Claro que te escucho, dime.

Claro que no lo escuchaba. Sentía que mi cabeza se explotaba porque había estado aguantando el baile por pudor inconsciente. Pero aprovechaba cualquier comentario para hacer un movimiento brusco. Por ejemplo, decía “no tienes que ponerte así” doblando el cuerpo y soltando fuertemente el brazo derecho hacia delante. O decía “¡qué vida ésta!” mientras tiraba hacia atrás la cabeza, pegando la parte trasera de la espalda.

Hasta que no aguanté más y dije “tienes que tomar la vida desde otro punto de vista, goza, que nada es tan importante”, tomando ese dislocado comentario como excusa para bailar con mucho más ímpetu que hace un rato, cuando todavía no había derramado varias gotas ni tenía muy serios problemas de seguridad en la salida, como ahora.

Desde adentro sonó un teléfono celular y el hombre se alegró de hablar con una tal Marta, mientras mi compañero se consolaba a medias con mi baile y yo empezaba a sentir que no tenía salida y que si trataba de ir a otro sitio, me volvería un desastre.

Mi compañero siguió contándome con atención y me pedía que dejara de bailar para continuar, porque “para esto hay que ponerse serios”.

Ya se me están zafando pequeños caños intermitentes y siento que la eternidad recién empieza.

Se escucha la cerradura de la puerta y justo en ese instante llega mi jefe de muy buen humor, nos saluda y el tipo sale (era quien yo pensaba), pero como el jefe vio que yo “escuchaba” las confesiones familiares de mi compañero, dijo “disculpen, pero cuando empiezan las ganas, yo prefiero ir de inmediato, porque si no, se daña la próstata. Y yo no sé muy bien lo que es eso, pero he oído algo de un dedo en donde no es”. Ante mis ojos llenos de lágrimas agarró el manubrio y entró riéndose por su chiste, mientras yo sonreía por cortesía, con una expresión de “no lo puedo creer”.

El jefe puso seguro varios segundos después de entrar y tuve que elegir entre volver descaradamente a aguantar la burla de todos, o enviar mi renuncia por correo electrónico, tiempo después.

1 comentario:

Lizzie González dijo...

Me encanta!!! creo que lo habías publicado antes y leerlo me gusto tanto como la primera vez