martes, junio 28, 2005

Piñata

Supe que su nombre era José Miguel, porque un amigo después de despedirse quiso agregar una posdata a su encuentro en la plaza comercial y ya estaban a cierta distancia. En el balcón del segundo piso, acechaban los cuervos. Caminaba como la piel del camaleón, con un expediente manchado por la paz y la suerte.

José Miguel cuando extiende su mano pierde peso y se refleja en las retinas del prójimo como una alcancía rota, disponible.

Sube la escalera eléctrica y los cuervos fabrican la emboscada. Gemelos, se lanzan sobre él desde el fondo de una columna y lo golpean con morbo rabioso, sonriendo, sacando placer de cada próxima cicatriz de la piel blanca de José Miguel, que enrojecía con profundo dolor. Grita, pero nadie oye, excepto yo, que por exótica casualidad, había subido con otras curiosidades. Ellos saben que estoy ahí, pero no les importo. Continúan golpeándolo, el temblor de sus manos despiadadas presienten la muerte.

No aguanto más, la conciencia me traiciona y no puedo seguir aquí parado, mientras la sangre de José Miguel emerge como un secreto por todo su cuerpo. Vi un diente resbalar y ponerse a salvo, a varios centímetros de su desdichado dueño. Con mi deber pendiente, suavemente me quito la camisa y voy hacia las tres sombras traviesas como una avalancha, violentamente, el tiempo se detiene, el aire se corta con un veloz movimiento de mi brazo derecho y los cuervos saltan de alegría, agradecen la complicidad, escondemos el cuerpo casi inmóvil en la profundidad de un rincón oscuro, para conocernos mejor, trago en mano.

Uno de los cuervos se pregunta qué habría sido mejor para José Miguel, en caso de que la vida no le alcance para recuperarse.

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