Al olor de los nombres
A pesar de la moda, Margarita, tu desnudez brotaba como un volcán en medio de exóticos pudores y esa conducta tan introvertida que llamaba la atención. Recuerdo tu silencio, éramos cinco latinos en el seminario, entre cientos de personas que se dividían según su lengua; de lejos se sabía de quién se trataba por colores y gestos que se fundían en amables sonrisas para los morenos de “recreación” que se dejaban ganar de las alemanas al voleibol, para desquitarse de noche en la discoteca.
Tu indiferencia aparente golpeó las débiles aspiraciones, cosa que me agradó bastante, porque yo no dominaba el inglés y los gringos del seminario pudieron haber despertado la curiosidad de tu nacionalidad.
Me contaste que si fueras Dios, hubieras dicho lo de “todos son iguales” como un lamento (o con enojo) y no tuve más remedio que tocar los temas más profundos de tu virginidad.
A pesar de la moda, no sé si recuerdas, Margarita, pude ver desde el principio tus piernas rosarinas, que dejaban fluir el ancho pantalón de espuelas de tela. Entonces mi mano izquierda pisó la pendiente enjabonada y como si no se diera cuenta, se deslizaba suavemente por tus tejidos que se entregaban embriagados al placer narcótico, el olor de la arena y el sonido de la playa que se acoplaba perfectamente con la tranquila mañana. Las aves se encargarían de la voz de alerta y en cualquier momento supe que ya había quedado atrapado en la telaraña de tu cuero cabelludo, seducido por la colonia corporal característica. Además el palco privilegiado para la final de la serie de ausencias de sostén.
Si no respiraras así, entrecortada, en esos momentos tibios de amaneceres, quizás no hubiera apagado la indiferencia histriónica con los botones de tu pecho cada vez más interesado en sumarse a la premonición de éxtasis.
Había brisa, pero sudábamos con sólo imaginar en qué pasaríamos el tiempo los siguientes días de la conferencia y entonces, en ese instante quería vivir todos los ratos juntos de repente y dejó de importarme de una vez por todas la moda, la falda, y volé la puerta de entrada. Recuerdo, Margarita el olor de las palmas y tu mirada desconfiada hacia los alrededores, porque sentías que pecabas de exhibicionista, pero separabas un poco más las piernas cada minuto, disimuladamente. Supuse que el movimiento inconsciente simbolizaba un faro, entonces mis dos manos se lanzaron por la pendiente del muslo que le correspondía a cada una, mientras intercambiaba idiomas con los pliegues de tu cuello, con el descanso digital de tu oreja y el ruido ensordecedor de los botones.
Y esa delicada mano de obra que cubría ahí dentro del calor del pantalón se volvía transparente, tus ojos preferían cerrarse, pero tu rostro miraba hacia arriba, te apoyabas con las dos manos a manera de pedestal.
Pero por más lejos que llegamos esa mañana, no pudimos eliminar a los amigos del seminario y sé que todavía no te explicas para qué otra cosa serviría el guardia turístico, que no fuera quitarnos la concentración. Es cierto, pidió excusas, pero la cosa es como tú dices, no valía la pena que nos protegiera si lo cruel había sido la interrupción de nuestros cuentos. Después de ahí, sólo quedaba mirar tus pies, adornando las modernas chancletas de playa, con mucho mayor elocuencia que la que tuvimos el resto del día. Tres de tus dedos que habían sido abandonados por el entumecimiento, presagiaban que los días continuarían como los imaginábamos, pero este instante no se volvería a repetir. Y mira, que lo intentamos volviendo a la misma hora al bonsái de precipicio, haciendo un pacto con el diablo del guardián; pero tú insistías en que nos veía y tus pies cobraban protagonismo cada mañana, al salir el sol. No se me borra de la mente la imagen como una postal, cada vez que leo la servilleta en la que Rosa te escribió que sólo nos dejaría la habitación disponible después de que ella se levantara. Además, conservo copia de la llave en mi cartera y es un amuleto y me da suerte y seguramente recibiré el lado de tu historia dentro de poco. Es una deuda.
Ilustración: Cándida.
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