Doña Venecia vino el mes pasado con lo mismo: siente que las flores le abren paso en el jardín con temor a ser alcanzadas por algún pedazo de su vestido. Aprovecho las horas posteriores a su visita para perder el control de las comisuras de mi vista, tras decirle lo que siento por el tipo que aparece en la ventana del lavamanos y me mira con cierto desprecio.
Quise cambiar mi biografía por la de un Jesucristo en el Monte Gólgota, comparándolo con esta discriminación disimulada, silenciosa, que lo único que me dejaba era ganas de huir a no sé dónde. Quise cambiar de siglo, retocar las fotos del futuro, empezar a vivir de nuevo.
En la mesa, dos libras de dieta. Afuera la compasión, la pena. Adentro, emprendí contra el hombre del espejo, que hablaba de mí a mis espaldas.
Me fui cansando. El peso de la paranoia, la búsqueda infructuosa de vanidad, saberse invisible ante diminutas piezas de tela que adornan los parques y los patines, sacaron al sol mis ganas de matar a ese desgraciado que me espera temprano, como siempre en el lavamanos, pero esta vez con el rostro desfigurado por mis propias manos.
Entonces, metido en ese laberinto de enfrentamientos internos, las horas me deformaron hasta convertir cada centímetro en un infinito universo de aserrín, mientras yo atravesaba la difícil metamorfosis para llegar a ser una aguja en cualquier parte de millones de kilómetros de paja.
2000.
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