- ¿Me llamó alguien hoy?
- Sí, Mariana.
- Si llama de nuevo dile que no estoy.
Debo buscar una explicación a los errores que quizás cometa. El hombre se lleva una taza de café a la boca en la torre de control. Los tiempos han cambiado; los hombres, no.
Nadie más está ahí dentro al momento del despegue, son las diez de la mañana y tiene que salir como todos los días. No le debe nada a los años sesenta, porque de todas formas habríamos salido de la atmósfera. Enciende un cigarro sobre el tablero irrompible, mientras le pide un minuto a Apollo, su hijo menor, que espera pacientemente en el celular, dejándolo pronunciar la cuenta regresiva.
El piloto hace una broma y empieza a gritar distintos números para confundirlo, se ríen y el hombre dice “cero” cuando le da la gana. De repente, la azafata de la torre, con un té de limón y un pequeño pedazo de tela sobre su cuerpo, se acerca al coordinador.
Un par de yardas de piel que no estaban previstas provocan un evidente terremoto en el té sostenido por la mano del hombre, que ha olvidado sus labores diarias y a Apollo, que se cansó de esperar.
Pero la eficiente camarera dio la espalda y siguió su trabajo en otras oficinas. El hombre piensa y busca un par de teléfonos. Marisela murió y la tachó con su lapicero. Siente remordimiento durante dos minutos y luego cree que no tiene que conformarse con un estrecho cementerio de números, así que elabora un plan que va desde ecuaciones físicas hasta el próximo té, para que esta vez tiemble sobre la bandeja. El hombre ha terminado sus labores diarias.
- ¿quién me llamó?
- Mariana. Dijo que no volverá a llamar nunca.
- Qué bueno.
Ahora el viaje de Mariana importa menos. Todo importa menos. Se tapa los ojos con una taza de té o un pequeño pedazo de tela y juega a ver el sol a través de las cosas.
Al día siguiente, la azafata lleva un plato vacío, y muy cerca de él, desliza su lengua sobre la porcelana hasta humedecerla y la estrella contra su boca. El no entiende, trata de acercarse y ella da la espalda. Había puesto su renuncia ante los encargados, porque quería estudiar más veces a la semana. El hombre le pone la mano en el hombro y ella se aleja dos pasos más.
- Tiene un minuto para decir la única oración que puede hacerme suya.
El hombre sintió que era la última oportunidad de su vida, pero no alcanzaba a mirarla a los ojos, ni siquiera en algún reflejo. Pensó en el futuro, trató de entender la posible necesidad del oído de la joven, preparó una actuación desinteresada, pero estaba prácticamente entumecido. Entonces, en la persecución de tal vanidad, sólo tuvo tiempo para inventar una palabra. Y nunca más volvieron a verse.
Va como siempre donde la secretaria.
- ¿Cómo se llamaba la camarera?
- Usted conoce las restricciones de seguridad, señor.
- Y conozco las excepciones.
- Lo lamento, señor.
- ¿No dejó ningún mensaje?
- No.
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