Hoy salimos de casa más temprano que siempre. Respirábamos el humo ilusorio de las mañanas a un lado del mar, entre camiones que hacían temblar el piso gris y el mismo policía repetido muchas veces a lo largo del trayecto.
Admirábamos la posible pureza del aire que respiran los pelícanos, desde el interior de una burbuja superpoblada por smog y algún estornudo involuntario.
Recordamos un instrumental que nunca habíamos escuchado, rodeado de monitores transparentes.
Como pocas veces, en esta ocasión tuvimos la oportunidad de detenernos en cualquier calle, mojarnos los ojos y entablar un monólogo de la música tropical, en contraste con nuestra oreja de turno. Hoy es un raro día.
Empiezo a sospechar de la sinceridad del reloj y consulto a otros cercanos que reafirman la opinión de la pantalla de mi teléfono celular. Llegar temprano un jueves tan caluroso como éste, amerita la duda de que hoy sea sábado, de repente.
Pero no. Y la conformidad de mi rostro celebraba mi exótica puntualidad, moviendo la cadera del cuello, tocando batería sobre el guía de nuestras cuatro gomas más queridas. Cuando entramos al sector, rumbo al destino diario, la gente en las aceras aceleraba su paso, cerca ha ocurrido lo que nunca ocurre en áreas como ésta: un tumulto.
Doblamos en varias esquinas y casualmente, la gente caminaba en coordinación a mis instintos acostumbrados. Isaac tenía razón, algo había ocurrido en la oficina.
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