martes, julio 26, 2005

Pistachio

Un día, mi inocencia te supo a pistachio.

Sarna

Más que un desgraciado perro que sufre males epidérmicos, eres la sarna misma.

Accidente

No se conformó con morder el pecado con sus labios, quiso extraer el petróleo del subsuelo y murió sin darse cuenta del placer ni de la muerte.

Buenos modales

De tanto evitar herir se afilan las uñas.

lunes, julio 25, 2005

Debilidad

Si no puedo contigo, te destruyo.

miércoles, julio 13, 2005

Curiosidad

Por estar viendo que miré, chocaste.

lunes, julio 11, 2005

Paradoja

De repente, unas manos peculiares buscan en una antigua gaveta color madera que conserva intacta su elegancia, sus intenciones y piezas de rompecabezas incompletos. Cecilia encuentra escrita sobre clorofila blanca una sentencia y se conmueve.

“Yourcenar, naturalmente” suspira, y una leve sonrisa se convierte en un jabón cayéndose al suelo de la bañera.

En medio de un debate entre ingenuidad, ironía o perseverancia, se dirige al espejo: “¡el viaje sin retorno!”, con la seguridad de que el trayecto no ha terminado. Echa de menos al póquer, hablar de las profundas ventanas verdes, se pregunta si el autor de la misteriosa nota piensa lo mismo y se anima a probar porque sabe que de cualquier forma que termine la historia, habrá extendido el cuento, habrá triunfado creyendo en lo perpetuo.

Especula sobre quién puede ser el autor y de esto dependerá su fe en esa peligrosa unión de letras. Pero la lógica sistemática de las estructuras le aconseja dejar el cuento por dado e inaugurar una dimensión paralela que pronto se convertiría, paradójicamente, en su pecera ideal.

El viajero se da cuenta, busca apresuradamente un ordenador, la biografía de Jack Costeau y escribe un aviso que parece telegrama, lo parte en más de cien pedazos y lo filtra entre las estructuras como un rompecabezas. La tinta se convierte en glóbulos rojos, lo arma, para verificar el resultado y queda complacido.

Prepara las formas, lo encierra en un sobre; nervioso se corta la lengua con el filo del papel, pero lo maneja entre sus manos como si éste fuera su último chance.

Cecilia lee, mira por la ventana y echa un pulso contra la perpetuidad del viaje. Los trazos en el papel parecen una fotografía, se acerca, observa, se retira, y sigue pensando. Los días parecen meses. Ambos se inquietan. Ella sabe que a veces se camina para atrás hacia delante, como los cangrejos.

Empieza a dejarse llevar por la corriente del río, pero reacciona y un movimiento brusco tira la nota al fondo de la enorme gaveta, siente unas terribles ganas de huir, se para y la cierra de una patada… es inútil.

El viajero se pregunta si comprendió el rompecabezas. Espera que cuando ella regrese, no sea extranjera en su propia casa. Espera como si existiera el fin irremediable de este paradójico delirio.

Ahora, cuando todo aparenta ser demasiado tarde, el viajero se levanta cada día como si la hubiera visto por última vez hace sólo un minuto, con sus huellas digitales decorando el piso del asiento y el olor de su cuerpo de madera. Total, tendrá todo un día para echarla de menos.

viernes, julio 08, 2005

Dos puntos

Señora, es un honor que me haya invitado a un café en la sala de su cabeza, porque a través de sus ventanas puedo ver un montón de satélites.

Gracias por traerme a colación, cuando la lluvia llueve y el día no es tan claro porque hoy la noche trabaja horas extras.

Por aquí queda un eco débil -pero consistente- de su desorden capilar y ordenado cerebro. Le dejo junto al teléfono un condenado abrazo y un asqueroso beso, con húmedas huellas en el piso de la higiénica sala.

jueves, julio 07, 2005

Pacheco

Todavía ahí anda Pacheco como si nada, con los pies en forma de falda sentada, algunas libritas de más como todos los veranos, comiendo entre comidas, girando su cara al revés cuando el voltaje sube. Si no fuera porque ha transformado su movimiento de lado a lado en un sacudirse con violencia, hace rato que el cable del enchufe y la careta de catcher lo hubieran ahorcado, en pleno desacuerdo con la negativa de Pacheco ante la jubilación. Entonces, unidos se disfrazan de culebra y se le cuelgan de cuello y cabeza, pero qué va.

Un botón de polea mantiene la cadera de Pacheco lejos de los ortopedas, pero en el iris se le refleja una marca registrada que va con él a todas partes de la casa. Pacheco mira atentamente hacia el frente y se queda con la mirada perdida.

La última vez que lo sacamos del cuartito fue para ver el Tour de France en la sala. Recuerdo que Pacheco empezó a pitar con la cara como un aro de bicicleta, y entre cerveza y vino tinto, desaparecimos el verano de la sala, sentados en el piso.

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Ilustración: Cándida.
Junio No Ha Terminado
2003

miércoles, julio 06, 2005

Dormilón

(Pensamientos de un enano de Blanca Nieves).

Todavía la sábana azul marino conserva su perfume. Para no ensuciarla con huellas digitales, rastreo un recuerdo con la nariz. Admito que me avergüenza saber que ese ha sido el momento más intenso de mi “corta” vida. Se repite como un botón de retroceso intermitente y eterno.

Mis manos son la historia que me cuenta ese episodio a diario. Quién lo diría, Blanca Nieves. Contigo descubrí que el miedo y los dolores de cabeza pueden ser cortos caminos a la felicidad.

Llegó con una sonrisa psicodélica y un paso extraño. Su voz, somnolienta y complaciente, el vestido rosado de los filos adheridos a ese cuerpo perfecto. Y la lamparita amarilla se rehusó a apagarse. Yo feliz, para ver con cierta claridad, como los paparazzi de la pecera.

• ¿Te duele mucho? -pregunté casi como un hermano-
• Muchísimo, no aguanto.
• Pues tómate esta aspirina y acuéstate.
• Pero duerme aquí hoy. Tengo miedo.
• …ok… pero échate a un lado.

Nunca quería dormir ni siquiera en la misma habitación conmigo, pero gracias al vino celestial que se dividió en tres botellas directas a su hígado, no le importó otra cosa que no fuera quitarse los zapatos.

Cuando se durmió, esperé unos minutos y rodé discretamente hasta que mi nariz quedó envuelta en su pelo, rozando a menudo con un poco de sudor que tenía en el cuello y que olía muy rico. No sé si ella me había pegado la manía de oler las cosas y la gente.

Me pegué hasta sentir cómo el arco de su espalda y la redondez de sus nalgas definían la frontera entre los cuerpos. En el pantalón de mi pijama, sentía cada filo de su vestido.

Pero no me conformaba. Me pegaba más y más, hasta la empujé un poco.

Ella empezó a roncar, dejando todo a mi imaginación.

Sutilmente, puse la mano en su cintura y sin despegarla la rodé hasta encima de su ombligo. Me gustaba pensar que mientras acariciaba su camisa, a la vez la tela la acariciaba a ella, no sé.

Ella seguía roncando. Subí lentamente las manos y sentí cómo se deformaba el camino llegando a su pecho. Sentí dos vejigas llenas de agua y cubiertas de piel dulce. Las agarré, las acariciaba, las apretaba y pasé mis dedos como rodillos sobre sus pezones, que estuvieron la mayor parte del tiempo erguidos.

Mi mejilla descansaba en su cuello y comencé a lamer el sudor que tenía de los hombros a la oreja, con un sabor agridulce.

Y ya que estábamos en ese punto, no me quedó otra que moverme como quien lo mete desde atrás, golpeando con cierta fortaleza todo su trasero. Para colmo divino, ella había dejado una de sus manos tiradas detrás de su espalda, la cual me puse aquí, donde tengo la mía ahora.

Después vi que soltaba una babita brillante y transparente por un lado de su boca. Me la unté en el índice (no se me olvida) y chupé.

Justo cuando empezaba a lamerle los labios, se despertó, hizo un gesto de “déjenme dormir” y rebuznó.

Al otro día, no se explicaba qué era esa sustancia blancuzca que había endurecido su vestido, como aquella que no conocía la leche. Seguro que se la bebía a cántaros con el blanco ese de los pelos en la barbilla. Pero ese día le gustó el papel de ignorante.

Mírala. Quien la ve en esa foto, con el pecado tatuado sobre sus ajustados jeans, la saca de los cuentos de hadas y le da una suite en la mejor revista porno. Pero me quedo con el vestido de los filos, del cual aún guardo un hilito que cayó en mi sábana. La del perfume.




2001.
Del proyecto "Un Mundo Barroco y Decadente de Blanca Nieve".
Un beso a la Sonic.

Patricia

Antes de entrar, Patricia no cabía por la puerta del edificio. Y se fue siendo todo un planeta.

viernes, julio 01, 2005

El costo de la guerra

http://costofwar.com/

*

De repente, unas manos peculiares buscan en una antigua gaveta color madera que conserva intacta su elegancia, sus intenciones y piezas de rompecabezas incompletos. Cecilia encuentra escrita sobre clorofila blanca una sentencia y se conmueve.

“Yourcenar, naturalmente” suspira, y una leve sonrisa se convierte en un jabón cayéndose al suelo de la bañera.

En medio de un debate entre ingenuidad, ironía o perseverancia, se dirige al espejo: “¡el viaje sin retorno!”, con la seguridad de que el trayecto no ha terminado. Echa de menos al póquer, hablar de las profundas ventanas verdes, se pregunta si el autor de la misteriosa nota piensa lo mismo y se anima a probar porque sabe que de cualquier forma que termine la historia, habrá extendido el cuento, habrá triunfado creyendo en lo perpetuo.

Especula sobre quién puede ser el autor y de esto dependerá su fe en esa peligrosa unión de letras. Pero la lógica sistemática de las estructuras le aconseja dejar el cuento por dado e inaugurar una dimensión paralela que pronto se convertiría, paradójicamente, en su pecera ideal.

El viajero se da cuenta, busca apresuradamente un ordenador, la biografía de Jack Costeau y escribe un aviso que parece telegrama, lo parte en más de cien pedazos y lo filtra entre las estructuras como un rompecabezas. La tinta se convierte en glóbulos rojos, lo arma, para verificar el resultado y queda complacido.

Prepara las formas, lo encierra en un sobre; nervioso se corta la lengua con el filo del papel, pero lo maneja entre sus manos como si éste fuera su último chance.

Cecilia lee, mira por la ventana y echa un pulso contra la perpetuidad del viaje. Los trazos en el papel parecen una fotografía, se acerca, observa, se retira, y sigue pensando. Los días parecen meses. Ambos se inquietan. Ella sabe que a veces se camina para atrás hacia delante, como los cangrejos.

Empieza a dejarse llevar por la corriente del río, pero reacciona y un movimiento brusco tira la nota al fondo de la enorme gaveta, siente unas terribles ganas de huir, se para y la cierra de una patada… es inútil.

El viajero se pregunta si comprendió el rompecabezas. Espera que cuando ella regrese, no sea extranjera en su propia casa. Espera como si existiera el fin irremediable de este paradójico delirio.

Ahora, cuando todo aparenta ser demasiado tarde, el viajero se levanta cada día como si la hubiera visto por última vez hace sólo un minuto, con sus huellas digitales decorando el piso del asiento y el olor de su cuerpo de madera. Total, tendrá todo un día para echarla de menos.